La desgracia

Por Salvador Cristofaro
Argentina

El anuncio en el cartel decía: Se afinan platillos voladores. Era la última cualidad de Manuel. La evidencia estaba ahora colgada en un poste al lado del taller.

Manuel tomaba mate junto a la pecera contemplando el surubí, cuando alguien aplaudió desde afuera llamando. Después de un sorbo, Manuel le contestó que ingresara. El individuo exterior volvió a aplaudir, y luego de un nuevo sorbo, Manuel respondió que se adelantara para dejarse ver. El sujeto volvió a palmotear y Manuel, nuevo sorbo mediante, salió hasta la entrada para ver quién era. Se trataba de un hombre de unos treinta años, morocho, muy blanco, flaco y alto, que no hablaba. Manuel le preguntó qué necesitaba y el forastero no respondió. El morocho escudriñaba todo afablemente, y Manuel, tranquilo todavía, volvió a preguntarle qué quería por estos lados. Entonces el morocho respondió en inglés; una muchedumbre de palabras que a Manuel se le hicieron ininteligibles. Y no se sabe por qué Manuel le preguntó si hablaba guaraní, ni por qué el inglés le respondió que sí, en guaraní, aclarando que venía justamente del Paraguay.

Manuel seguía sin entender. Entonces el morocho volvió al inglés, y en sus fueros idiomáticos divagó sobre algunas inquietudes mientras Manuel lo miraba asombrado. Concluyó separando claramente las palabras “hot” y “dog”, y se fue. Se subió a su enorme camioneta y se fue.

En horas de la tarde, mientras dormía la siesta en una hamaca en el patio del taller, un tábano lo picó en la mejilla. Se despertó estampándose una cachetada y vio que su perro, ciego de nacimiento, chillaba girando enajenado sobre su eje tratando de morderse la cola, aumentando su velocidad con cada vuelta. Japi, el perro que giraba, tenía atado sobre su cabeza a otro perro más pequeño que oficiaba de lazarillo. Jack, el perro lazarillo, no gritaba porque estaba muerto como un colgajo endeble. Entonces Manuel empezó a preocuparse. Acercándosele trató de apaciguarlo, pero Japi quiso morderlo soltando su baba, y un instante después cayó de costado en un ataque de epilepsia. Manuel entró al taller, agarró el rifle y luego le disparó tres veces. Japi murió con su sonrisa de siempre. Era un perro que reía por una malformación a un costado del hocico.

Después de cuerearlos, los enterró en el fondo. Luego, Manuel se sentó nuevamente al lado de la pecera a tomar mate y observar el surubí que se movía como un alga. El calor sobrado formulaba espejismos. Un chimango sobrevolaba el taller dando alaridos. El sonido de una motito pasó al margen. Alguien encendió el motor de un tractor. Nahuel, el hijo de Rubén, entró inesperadamente al taller y le comunicó a Manuel que Fabián, el hijo de Mario, se había trepado a una antena de señal telefónica y amenazaba con suicidarse. Manuel le dijo que iría en seguida.

Cuando llegó hasta el predio de la antena, cerca de su taller, el tal Fabián estaba en la cima. La antena tenía unos cincuenta metros, y en la punta el adolescente agitaba un brazo gritando, declarando que se iba a tirar. Ya se había formado una multitud que aumentaba a medida que pasaba el tiempo. Todos estaban expectantes observando a Fabián, que reclamaba a lo lejos la presencia de Mariana, la chica que lo había abandonado. En un momento, Ricardo, el hijo de Hernán, comenzó a aplaudir al son del “que se tire”, “que se tire”, “que se tire”, y contagiosamente, el resto de los presentes empezó a seguirlo hasta que se armó un coro como el de los estadios. Manuel también cantó, divertido. Fabián gritaba desesperado el nombre de su amor, que se diluía entre los cánticos del público. Mariana apareció después, y también se unió a la manifestación popular. En ese instante, Fabián comenzó a descender de la antena y la gente se fue callando. Al llegar al suelo, los espectadores lo palmearon en la espalda y su madre le dio una bofetada, lo agarró del brazo y se lo llevó.

Manuel volvía al taller, y al ir acercándose notó que una mujer lo esperaba apoyada en un auto celeste, frente a la entrada. Era su hija.

No se veían hacía quince años. Lorena, su hija, se había fugado una noche. Ahora estaba ahí, con una sonrisa insegura frente a su padre. Manuel la abrazó tan fuerte que Lorena se ahogó, tosiendo fuertemente. Después entraron al taller, y Manuel empezó a mostrarle cada uno de sus últimos inventos. La caja que hacía llover con su respectivo contrato, firmado por las autoridades correspondientes que avalaban su eficacia; el seductor de moscas, el adivinador de resultados de lotería, y su reciente afinador de platillos voladores. Mientras su padre explicaba al detalle el funcionamiento de cada aparato, su hija asentía, obsecuente, con unos “qué bueno”, “qué lindo”, “¡qué bien!”, y demás. Manuel se sintió satisfecho, hasta que de un momento a otro Lorena le pidió plata. Le contó que unos delincuentes con caras de vampiros le habían robado todo su dinero, e incluso maltratado a golpes. Manuel le pidió ver esos golpes que no estaban a la vista por ningún lado. Lorena le dijo que todos sus moretones estaban tapados por el pantalón. Manuel le pidió que se bajara los pantalones para ver. Entonces Lorena se ofuscó tanto y empezó a insultarlo tan fuerte, tan descaradamente, que Manuel la desmayó de una trompada.

Para comprobar lo que su hija le había dicho, le bajó los pantalones hasta la rodilla y vio que efectivamente estaba llena de hematomas. Manuel se arrepintió y la alzó en sus brazos, y después la llevó hasta la hamaca y la recostó. Comenzó a mecerla cantando un chamamé, después silbándolo y por último percutiendo en su propia panza; pero Lorena seguía desvanecida. Manuel la dejó como estaba y fue a sentarse otra vez al lado de la pecera para mirar el surubí.

Dio el sorbo más largo de la historia cuando su hija se colgó de su cuello por atrás y empezó a morderle la quijada arrancándole un pedazo. Decían que Manuel era un hombre fuerte, encallecido por los años. Decían que comía ratones. Así que aferró a Lorena con sus dos manos por el cuello y con un envión la dio vuelta por encima de su cabeza, dando ella de frente contra la pecera después. El agua se desparramó abarcando una gran cantidad de superficie, tumbando cosas a su paso. El surubí boqueaba a los coletazos chocando contra los aperos, y Lorena estaba inmóvil, boca arriba, temblando levemente. Manuel sangraba mucho, pero no hizo caso del reguero que dejaba.

Al final, asió el surubí por las agallas y arrodillándose ante su hija se lo incrustó en la boca, que estaba muy abierta por la creciente falta de aire que la ahogaba. Ella tenía atravesado un pedazo de vidrio largo en el pulmón izquierdo. Ella, Lorena, había querido cerrar la boca a tiempo, pero sus reflejos habían sido lentos. Por lo cual el surubí agonizaba su momento final traspasando la garganta de Lorena, mientras ella hacía lo suyo junto al pez.

Manuel lloraba sin lágrimas al lado de su hija que respiraba cada vez menos. Su desconsuelo duró hasta que se acordó de que en unos minutos harían el primer sorteo de la lotería provincial. Entonces prendió la radio, y pegando su oreja al parlante prestó atención cerrando los ojos. Cantaban los números sucesivamente hasta que dieron con el puesto número uno. Manuel saltó como si estuviera parado en una colchoneta y se dirigió hasta donde estaba el adivinador de resultados de lotería, pero no lo encontró. Se asustó, pero se dio cuenta de que estaba caído en el piso, junto al caos general. Lo levantó y girando una perilla, para un lado y para el otro, registró el puesto número uno. Manuel estaba convencido de que su aparato era una maravilla. Se acercó hasta Lorena, que aún no había muerto, y una certidumbre cruzó su mente; debía evitar que siguiera sufriendo, como lo había hecho con Japi. Entonces agarró la carabina y retirando el surubí fallecido de adentro de su boca apoyó el caño en su frente, susurró tres palabras y le disparó. Lorena estaba muerta. Manuel se sentó a su lado y empezó a rezar.

Se sintió vinculado con Dios. Sintió que su hija se entregaba a Él. Estaba en buenas manos. Después derramó el resto de aceite de maíz que le quedaba sobre la frente agujereada de Lorena, dando su bendición de padre con la unción. La recogió entre sus brazos, la llevó hasta el patio; pasó una hora ahondando en el foso de los perros, y pacientemente la enterró con ellos. Cuando terminó se sintió desconsolado, impresionado por el breve rasgo de bestialidad que notó en sí mismo. Lo dejó de lado. Dedicó una hora más a ordenar el lío desatado. Luego cerró el taller, se subió a su moto y se fue hasta el club español a jugar a las cartas e ingerir sidra con los amigos.

Volvió al taller. Un chimango volaba en círculos encima del patio, aunque esto no se debía exclusivamente a la inhumación. A esa hora pasó por el frente del taller un vehículo parlante divulgando en su última pasada el precio del tomate, de las papas y del pan. Entonces, Manuel recordó lo que siempre supo. El 17, la desgracia. En el momento de registrar el número en el adivinador de resultados no había caído en la cuenta. Pero era evidente que los desenlaces estaban a la vista. Manuel decidió encerrarse en el taller hasta el próximo día.

Por la noche, un estruendo de explosión lo despertó. A través de las claraboyas ingresaba un fulgor anaranjado tenue. Manuel escuchaba murmullos que se acercaban, por lo tanto decidió abrir el taller y salir a ver qué pasaba. La vivienda contigua, a unos pocos metros, ardía en fuego. Las llamas surgían por los cuadrados de las ventanas, por la puerta, por todos los huecos donde no había cemento. El gentío apareció cronológicamente, como en todos los sucesos misteriosos. Manuel escuchó las primeras suposiciones, y él tenía las suyas. A ciencia cierta, nadie sabía si el Esteban, como le decían, estaba dentro de la casa o no. Después llegaron los bomberos y apagaron el incendio. El Esteban sí estaba dentro, carbonizado. Empezaron a ratificar un montón de conjeturas vagas, relacionadas con la idea del suicidio de Esteban, consecuencia de sus dificultades económicas y amorosas. Alguien hasta llegó a decir que había pactado con el demonio. Cuando ya no hubo nada más para ver, ni nadie más a quien echarle la culpa, la gente se disipó. Manuel entró al taller silbando, consciente de poseer el invento más prestigioso de todos, y se encerró nuevamente.

Por la mañana el ambiente estaba tranquilo. Abrió el taller como todos los días y notó en el estado del presente una circunstancia demasiado calmada. Manuel no escuchaba los típicos ruidos de motos, bicicletas con falta de aceite, maquinaria en general. Salió al patio trasero y todo estaba bien, normal, como siempre; hasta que lejano, este sonido semejante a un ventilador metálico en una potencia intermedia comenzó a vibrar a unos pies de altura. Un sonido aéreo, a turbohélice avecinado, llegando.

El ruido fue acrecentándose hasta invadirlo todo. Manuel salió del taller y allá vio el principio de la formación de un grupo de Hércules C-130 que avanzaban pesados como un tropel de gordas cansadas. Se subió a la moto, pero ésta no arrancó. Se subió al auto de su hija, pero éste no arrancó tampoco. Entonces decidió correr usando lo que le quedaba de vida. Los enormes aviones se acercaban implacables, verdes, y estaban a punto de pasar por encima de la población, sin señales todavía. Luego, Manuel entendió que el curso de los Hércules no estaba en la línea que suponía. Lo que pareció ser una dirección concreta empezó a torcerse. Desesperado, agitando sus brazos como dos limpiaparabrisas, corrió en aquel incierto derrotero detrás de los gigantes voladores. Al pasar por la antena de señal telefónica, ya sin aire, descubrió que una persona la trepaba de espaldas a él. Manuel no pudo reconocer si se trataba de Fabián o de otro individuo. Frenó quedándose expectante, observando la escalada. Al llegar a la punta, el sujeto se precipitó al vacío sin pensarlo demasiado. No había nadie en los alrededores.

El último Hércules se escapaba en el horizonte. Después Manuel se acercó hasta la base de la antena y vio que efectivamente se trataba de Fabián. El chico todavía respiraba, inmóvil. Entonces, esa certidumbre cruzó de nuevo por su mente; debía evitar su sufrimiento. Manuel se arrodilló ante Fabián, tomó su cabeza entre las manos, tragó saliva, y la giró brusco hacia un costado.

Volvió después al taller, caminando como un futbolista al final de un partido.

En horas de la tarde, hundido convexamente lomo abajo dentro de la hamaca, una araña negra de más de diez centímetros de longitud aterrizó en su cara y lo despertó. Sin hacerse mucho problema afín al suceso, la apartó de una bofetada e intentó proseguir con el sueño que la vigilia había interrumpido. No habría de poder.

Precipitación de arañas gemelas como la primera que había aterrizado sobre la cara de Manuel fue lo que comenzó a sobrevenir siguiendo con lo inaugurado por un hecho inaudito e inesperado.

De una circunstancia a la otra la hamaca se había colmado de arácnidos demasiado grandes que intentaban huir o volver al espacio de donde habían partido arrebatadas por un huracán incongruente. Molesto y a las puteadas, Manuel saltó hacia un costado y se dirigió a buscar la carabina.

Comenzó a dispararles una por una hasta que se quedó sin balas. Un minuto después, y debido a un sortilegio del que no pudo desertar por la inminencia del mensaje develado, Manuel murió sin sufrimiento, sin saber por qué le había tocado, así como así.

Con respecto a ese chimango que el día anterior había volado en círculos encima del patio, ahora estaba apoyado sobre la nariz de Manuel picoteándole un ojo, saboreándolo.