Por Diego Antico
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina
Mientras nos ahogamos escribimos sobre nuestros destinos separados
J.M. Coetze, Elizabeth Costello
La novia desnudada por sus solteros, incluso (Gran vidrio), es el nombre que Duchamp puso a un misterioso cuadro/mecanismo, compuesto entre 1915 y 1923. La pieza consta de dos partes: un panel de metal de 272 x 175 cm dividido horizontalmente a la mitad por una estructura metálica y una caja verde que contiene noventa y cuatro notas que “explican” su funcionamiento; explicación que, no está de más aclarar, resulta impracticable. Duchamp compone así un complejo sistema perceptivo en el que visión, palabra y pensamiento se entrecruzan en un procedimiento de imposible resolución, semejante a la imposibilidad de los novios, situados en el panel inferior, de desnudar a la novia que permanece perversamente inalcanzable en el superior. Al respecto, Graciela Speranza plantea que “el espectador no puede sino sentirse en falta observando los paneles” (Speranza, 2006:9), falta que imposibilita el arrobamiento contemplativo. Esa imposibilidad se ve exacerbada por la propia materialidad del vidrio que genera, en palabras del propio autor, un “retardo”(“a delay in glass”), ya que la mirada debe toparse constantemente con personas y objetos detrás del “cuadro”, como así también con la propia imagen reflejada, generando una paradójica combinación de transparencia y opacidad.
La literatura del siglo XX será prolífica en la construcción de estas “máquinas célibes”[1], “mitos de un encierro en las operaciones de una escritura que se maquina indefinidamente y sólo se encuentra a sí misma” (De Certeau, 2007:162). Dispositivos artísticos productores de simulacros comunicativos, tanto entre las piezas que los componen, como en su relación con el receptor. Propongo en este trabajo algunos lineamientos para un análisis de los componentes que conforman la erótica de Café de nadie de Arqueles Vela, en relación con la experiencia artística del siglo XX; experiencia de límites y desbordes.
Ningún lugar sagrado
Surgido del sentimiento de decadencia cultural a fines del siglo XIX, el Modernismo latinoamericano asume una representación del arte como espacio sagrado y secreto; separado de la vida cotidiana y, por ello, encargado de reponer lo que se ha perdido por la secularización del mundo, resultado de la Modernidad[2]. La escena erótica será, en ese marco, objeto de una sacralización estética, “un mecanismo de lucha contra la alienación de la sociedad burguesa y una reapropiación, a través del arte, del sentido en un mundo perdido y desmiraculizado” (Montes, 2007:10 —subrayado en el original). Una de las operaciones centrales será la equiparación entre el ritual religioso y el ritual amoroso, transfiriéndole a este último las características de un espacio íntimo, secreto, “donde pueda surgir lo sagrado pero bajo la forma del ritual erótico” (Girardot, 1988:82). Los opuestos, en estas escenas, no se mantienen en un binarismo irreductible, sino dentro de un espacio englobador, orgánico y pletórico de sentido: la contemplación placentera de la obra.
Atravesado el umbral de las dedicatorias intransferibles y cómplices, y del tumulto urbano, el Café de Nadie se pliega sobre la propia interioridad del espacio literario pero, en ese repliegue, las cosas parecen condenadas a detenerse o estallar[3]: nada permanece igual a sí mismo, indivisible, sino que todo se yuxtapone, se mezcla en un panorama de restos y ruinas: “cualquier emoción, cualquier sentimiento se estatiza, se parapeta, en un ambiente de ciudad derruida y abandonada” (217)[4]. En este contexto, los amantes no pueden encontrar el solaz bucólico, la interioridad apacible y armónica de la confidencialidad. Nada queda, pues, del lugar sagrado de caricias, miradas y aromas del locus amoenus que Mabelina parece buscar en su primera entrada:
“Aquél —dice ella— como queriéndose refugiar anticipadamente en su confidencialidad.
—Está ocupado
(…)
—Entonces volveremos más tarde” (220)
Sin embargo, no tarda en aceptar las reglas de este espacio en el que las posiciones individuales están constantemente amenazadas y la sucesión sintagmática es reemplazada por paradigmas que quiebran la relación de oposición entre cuerpos y palabras: “Como en ninguna puede ser la que es, se indiferentiza, instalándose en cualquiera” (222). El aprendizaje es, en este caso, desmembramiento del sujeto y de su interioridad. Pronto, la obscuridad del café dobla las perspectivas de Mabelina “sobre un recogimiento incomprensible” (221).
Lo erótico, en este marco, se convierte en el lugar de una comunicación imposible, condenada a la dispersión absoluta. Como se dijo, no existe ya el lugar sagrado de interacción con algo diferente al mundo corrompido, sino con sus propias ruinas y deshechos, pegados en el collage del texto (“No hablaban, sino con los residuos de las charlas interferentes” -223). No existe la compensación imaginaria de algo perdido en la realidad, sino un simulacro condenado al fracaso. Se trata de una “erótica del otro ausente que busca algo que no está allí y que vuelve obsesiva la mirada del mirón” (De Certeau:164): “Quiero amar en ti eso que no tienes, eso que te falta, eso que te sobra, lo superfluo para estar enamorado siempre” (223). De este lado del espejo, las instrucciones del sistema lingüístico se obturan, se oscurecen; ya nada es lo que parece y la comunicación de los cuerpos, como la de las palabras, se ve condenada a la errancia. Al igual que las notas instructivas del “mecanismo” del Gran vidrio, sólo conducen a la frustración:
“Él las besa, las va palpando, apretando…
—Estúpido.
—Pero si eres una puta.
Las palabras se les quedan, las unas en las otras, trenzadas, confusas” (226).
La visión construye la comunicación ausente: “tragedia chusca del lenguaje, al estar mezclados ahí por un efecto óptico estos elementos no son ni coherentes, ni están unidos. El azar de las miradas que contemplan los asocia pero no los articula” (De Certeau:163). Presenciamos, tanto entre los personajes como en nuestra posición de lectores, un sacrificio libidinal[5], condenados en el texto al simulacro de una sexualidad y una significación que sólo se quedan en la maquinación previa, “en las iniciaciones, en el prólogo” (227); una eyaculación que nunca llega, un coitus interruptus o, retomando el concepto de Duchamp, un delay (“un movimiento retardado para vivir las emociones”(228) en la percepción que siempre se ve repelida, desplazada hacia otro lugar, ya que el texto sólo produce “la perennidad de lo improbable” (227), del mismo modo que se desparrama la carga erótica en su búsqueda de vías de salida, contaminando los objetos: “Entre todas las sillas hay siempre unas que no quieren desprenderse la una de la otra, que no quieren desistir de su posesión descarada” (228). Entre el deseo y el cuerpo, múltiples capas de ropa —de discursos— retardan la comunión íntima entre los amantes “Las mujeres no me interesan, sino a través de lo que ojeo en los magazines”(228); su contracara simétrica, la difuminación de otra mediación, la del estilo: en el texto la realidad parece entrar sin mediaciones claras, sin estilizaciones que precisen contornos, sino en su materialidad bruta (“tus piernas son como tomadas de las de esas mujeres que anuncian las medias HOLEPROOF”(228)
Círculos de silencio
La maquinación erótica de Mabelina sólo puede producirse por defecto “lo que a Mabelina le había interesado era esa manera con que él se excluía (…) con un gesto de no querer inmiscuirse (…) en ninguna labor tan complicada y tan molesta como la de hacer el amor a una mujer”(222) o por exceso “un individuo que se está renovando siempre”: (226). Es en estos dos extremos que se juega una de las claves principales de la literatura del siglo XX y, paradójicamente, de la dispersión de sus límites. Frente al vacío, la escritura sólo parece abrir una herida, la imposibilidad de narrar una experiencia que se desvanece en el aire y, ante la cual, brinda dos respuestas extremas: el silencio y el murmullo. “The art of our time is noisy with appeals for silence” (Sontag, 1967:18) La erótica de El Café de Nadie puede pensarse así desde una estética del silencio[7], una comunicación cuya lengua es a la vez promesa e incumplimiento. El lenguaje se torna un espacio hostil, incapaz de brindar refugio a la subjetividad, y por ello se repliega:
“Indiferentes, desconfiados, inexplicables, recostados sobre la incongruencia y abstracción en que se han sumido, dejan caer en el agua de la fuente sus palabras impronunciables, que van dejando círculos de silencio” (221)
o se satura de voces y discursos que pueblan el café y parecen violentar desde la calle las puertas del café: “Las insinuaciones de los anuncios tapizan su ensimismamiento, interrumpiendo su conversación a intervalos colgados” (218). La conciencia es percibida como una carga, la memoria de todas las palabras que fueron dichas, y sólo puede generar una voz afásica, un tartamudeo ontológico. El mito moderno de la escritura ordenadora[8]se resquebraja en su propia sistematicidad, dando lugar es la explosión, la proliferación de las individualidades en una multiplicidad de fragmentos irreconstruibles, que no dominan la espacialidad con sus movimientos ni la ocupan con sus cuerpos: “La butaca puede ser reclamada, despojada por cualquiera” (219). El resultado no son subjetividades discretas, sino dispositivos autómatas de enunciación: “Ella seguía escribiendo su nombre sobre la mesa del gabinete, alargando, arrastrando, inconscientemente los caracteres hasta hacerlos ilegibles (…) Lo escribía con la misma vaguedad con que se escribe el nombre de una persona ausente” (232).
En el texto de Vela, esta situación se constituye como un campo de tensiones, entre la experiencia de una angustiosa limitación que parece condenar a los personajes a la alienación, y la posibilidad de trascender esos límites creando una obra que amplíe la potencialidad de la percepción. Sobre esta tensión debe ser pensada la producción artística del siglo XX; retomando la paradoja del Gran vidrio, se da una experiencia entre la transparencia y la opacidad. La manufactura artística se difumina y con ello produce inevitablemente un extrañamiento en la percepción del receptor[9]. Este no puede quedarse únicamente en lo que Duchamp llamaba arte retiniano, creado para halagar la vista y los sentidos, sino que se ve violentado, obligado a la obsesiva tarea de rastrear sentidos allí donde no hay más que palabras. Frente a la sacralización estética del erotismo, la máquina célibe se vuelve blasfemia, tanteo balbuciente de cara al vacío. Una literatura de restos y ruinas y ruidos, entre “no querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se quiere decir, y decirlo siempre”[10].
Bibliografía utilizada
BURGËR, Peter (1987): Teoría de la vanguardia. Barcelona, Península.
BECKETT, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.
DE CERTEAU, Michel (2007): Invenciones de lo cotidiano. I. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana.
ESCALANTE, Evodio (2002): Elevación y caída del estridentismo. México, Conaculta.
GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael (1988). Modernismo. Supuestos históricos y culturales. México, FCE.
KOZAK, Claudia (2006): Deslindes. Rosario, Beatriz Viterbo.
MONTES, Alicia (2007): “Cuando rota la lente estalle el ojo. Modernismo y neobarroco: erotismo, sacralidad y violencia” en Hologramática, Año IV, Número 7, V. 4, Buenos Aires, UNLZ, pp. 3-35.
SONTAG, Susan (1967): “The aesthetics of silence” en Aspen magazine. Nueva York, Roaring Fork Press, (edición digital en HYPERLINK «http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag» http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag)
SPERANZA, Graciela (2006): Fuera de campo. Barcelona, Anagrama.
VELA, Arqueles (1926): El café de nadie. Jalapa, Ediciones de Horizonte.
[1] Michel Carrouges usa el término “máquinas célibes” para designar ciertas máquinas fantásticas descritas en la literatura: entre ellas la de “La colonia penitenciaria”. En este trabajo retomo el concepto mediatizado por el análisis de De Certeau (2007) sobre Les Machines célibataires (1954) de Carrouges.
[2] “La misión del arte será, a partir de ahora, la de proponer la utopía de una totalidad a través de la reelaboración de los fragmentos que han quedado de ella pero en total separación de un mundo que se ha secularizado rompiendo su conexión con lo sagrado” (Montes, 2007: 6)
[3] En este sentido resulta sumamente productivo el análisis de Peter Bürger (1997) en tanto plantea que “la obra de vanguardia no niega la unidad en general (…), sino un determinado tipo de unidad, la conexión entre la parte y el todo característica de las obras de arte orgánicas” (112)
[4] Todas las citas de El café de Nadie corresponden a Vela, 1926.
[5] Evodio Escalante (2002) utiliza este sintagma en su análisis de diferentes textos estridentistas: “Podría entenderse que la modernidad sólo puede conseguirse a cambio de desprenderse de la figura de la mujer amada, a quien de algún modo se concibe como un lastre del que hay que prescindir (…) La economía libidinal del texto [La señorita etcétera](…) exige la mortificación del amor (…)” (50 y 57)
[6] “En forma paralela y paradójicamente complementaria (…) las vanguardias artísticas plantearon la caducidad del arte si no podía participar de la vida o hacer que ella, la materialidad cotidiana de la vida misma, ingresara al arte sin mediación alguna. Gesto de borramiento de todo límite (…)” (Kozak, 2006:12) En el caso de los estridentistas, este borramiento no se da sin tensiones, entre una figura de autor que no se resigna a perder su estatus social y un violentamiento del estilo depurado que abre el texto al ingreso de palabras y materiales crudos de la vida cotidiana.
[7] Dice Susan Sontag al respecto: “Art is unmasked as gratuitous, and the very concreteness of the artist’s (and, particularly in the case of language, their historicity) appears as a trap. Practiced in a world furnished with second-hand perceptions, and specifically confounded by the treachery of words, the activity of the artist is cursed with mediacy. Art becomes the enemy of the artist, for it denies him the realization, the transcendence, he desires (…) Silence is the artist’s ultimate other-worldly gesture; by silence, he frees himself from servile bondage to the world, which appears as patron, client, audience, antagonist, arbiter, and distorter of his work” (1967:15-16)
[8] “De la escritura conquistadora en Defoe, las piezas maestras están comprometidas: la página en blanco sólo es un vidrio donde la representación es atraída por lo que excluía; el texto escrito, cerrado sobre sí mismo, pierde la referencia que lo autorizaba; la utilidad expansionista se invierte en «estéril gratuidad»” (De Certau, 2007: 165)
[9] “Such art could also be described as establishing great «distance» (between spectator and art object, between the spectator and his emotions). But, psychologically, distance often is involved with the most intense state of feeling, in which the distance or coolness or impersonality with which something is treated measures the insatiable interest that thing has for us” (Sontag, 1967: 24)
[10] Beckett, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.