La memoria de las piedras

Versión libre de Antígona de Sófocles

Por Amalia van Aken
Argentina

Santa Cruz, 1921

Antígona: (De noche, luz de luna. Está sola, en el patio de su casa, mirando hacia el campo abierto) Un desierto de piedra. Nada más que un desierto de piedra. Casi siento el filo de las rocas puntiagudas en mi piel. Me lastiman… pero la luna está tan hermosa…
Hay sangre derramada. Puedo olerla. Siento casi con la yema de los dedos como fluye limpia desde un cuerpo recién muerto. Percibo su calor húmedo, su perfume que brota como un llanto del ojo de su herida. Pero todavía no puedo verla.

Debo acercarme, ir hacia allá. La noche clara me guía.
Ay. Ya me duele un dolor que no me explico: el de la premura. Sin saberlo aún me hiela la sangre. Debo saberlo en algún lugar. Sí, conozco el final.

(Silencio. Sólo se oye el canto de las chicharras. Llega Ismena corriendo, al ver a Antígona se para en seco frente a ella. Se observan largamente.)

Antígona: (A Ismena) Entonces era él. El otro muerto era él. Ahora ya conozco el final con todas las letras. Ahora nada será inevitable.
Me hundo, hermana. De a poco siento cómo el barro va subiéndome hasta las sienes. Es un barro caliente y espeso. Me va tragando como una tarántula a una hormiga, como una boa a un corderito. Con esa lentitud casi hermosa, seduciéndome con la idea del descanso eterno y haciéndome creer que la liberación es posible.

Ése es el destino que alguien ha escrito para mí. Quien lo haya hecho, ha utilizado como estrategia el hacerme creer que soy libre y que puedo escapar cuando quiera. Se ha ocupado de que mi objetivo no sea ambiguo y todo me conduzca a él; sin dudas, sin desvíos.

Me han mentido. No elijo nada porque no me permito la entrada de la duda en mis actos. Si lo hiciera, vislumbraría la posibilidad de escaparme de este destino rectilíneo hacia el Hades.

Allá voy. Ya no puedo dejar las cosas como están. Desde el momento de mi nacimiento estoy siendo impulsada por una fuerza de la que no respondo y a la que no puedo desobedecer.

Soy cobarde, hermana. Me entrego a mi destino como la mosca apresada en la tela. No puedo más que correr allá afuera a cobijar a ese hombre con mi propio cuerpo y con la tierra que mis uñas puedan arrancarle a la piedra. No puedo más que arrojarme sobre su rostro hueco y ver mi infancia reflejada dentro suyo, como en el fondo de un pozo, para que ya no duela más en mi carne el cuchillo que clavaron en la suya.

Soy egoísta, hermana. Sólo pienso en mi deber y en el goce de llevarlo a cabo. Ese cuerpo que se pudre y al que ya no le duelen las espinas del calafate que invade las rocas, ese despojo que desaparece agobiado por la mirada omnipotente de la luna, ese charco de sangre seca, esa bolsa de huesos que alguna vez fue nuestro hermano ya no podrá ver más nada. Ya no sentirá ningún abrazo tibio, ninguna lágrima que lo recuerde.

¿Me preguntás si tiene sentido entonces? Sé que para mí es necesario. Y aunque luego le resulte inútil al alma de nuestro hermano mismo escrutándonos desde lejos, yo sé que tiene que ser de esta manera, hermana. No sé explicarlo con palabras. Es el cuerpo el que me empuja por este abismo hacia ese trozo de carne humana que se seca en las piedras. Son las manos las que me guían a esconderlo de la inquisidora mirada de la luna. No puedo dejarlo a merced del tiempo y la intemperie. No puedo.
Voy.

(Apagón)

Antígona: (De noche, luz de luna. Está sola en el campo árido de la Patagonia. Paisaje pedregoso con arbustos espinosos y achaparrados) ¿Quién es esta luna que espía? ¿Quién la ha llamado a presenciar el acto más sagrado y original que voy a llevar a cabo con mis manos y el cuerpo de mi hermano? ¿Por qué no se oculta y nos sume en la oscuridad que tanto ansío?

Soy yo, recién nacida, en el barro que se junta entre las piedras y mis uñas ajadas que siguen rasguñando hasta la sangre, hasta llenar con tanto amor las heridas de mi hermano muerto. Porque lo que no soporto es ver su carne abierta y que la luna entre en ella más que mis ojos.

Que se oculte entonces. No quiero que nadie más sea partícipe de esta ceremonia. Sólo la negrura puede escondernos en su seno como la madre a la que no conocimos, para refugiarnos en nuestro dolor y que no sea más que nuestro. No queremos compartirlo con nadie.

(Llora en silencio, mientras hace montículos de piedra alrededor de Polinices)

Antígona: (Al cuerpo del hermano) Quiero morir enterrándote, que el cuchillo que te dio muerte me mantenga estacada a esta tierra. Quiero que toda la vida se me vaya cubriéndote la piel con la tierra escasa para que ya nadie pueda verte. Dejar sólo mis ojos adentro como los únicos testigos de tu lenta descomposición.

Después no habrá nada. Sólo yo renaciendo de tus entrañas secas, de tu alma adormecida, de tu venganza trunca hacia aquél de nuestra misma sangre que te atravesó los intestinos con un cuchillo de matar ovejas. No hay arena ni barro que alcance. Sí, ahora me doy cuenta. No hay arena, ni barro, ni sangre de mis dedos que alcancen a cubrirte tanto odio. Son necesarias también las piedras, y los escombros de la casa materna demolida, y las espinas de los cardos y rosas mosqueta. El mundo entero es necesario para ocultarte de la miseria del hombre que no se conforma con que te hayas muerto, sino que también precisa conmiserarse de sí mismo exponiéndote como un Cristo frío en la inmensidad del desierto; para erosionarte más lento en el viento, en la luna, en los chicotazos de las ramas desnudas, en tanta aridez…

No debemos permitírselo. No debemos dejar que se invista con el arrepentimiento y se vanaglorie de su pena. No podríamos escuchar como llena tu muerte injusta con palabras vanas, con palabras repletas de mentiras. Nos achicharraríamos como hojas secas en el fuego y no quedarían de nosotros ni las cenizas; sólo un recuerdo inútil catalogado bajo una sentencia hipócrita: tu nombre, mi nombre y una moraleja amenazante para que nadie más se atreva nunca a desafiar la voluntad de un poderoso encaprichado.

Sin embargo, hermano, soy culpable yo también. Lo confieso. Soy culpable de orgullo y de cobardía. Después de terminar mi tarea, de llenarte de guijarros las cuencas de los ojos, de confundir tus huesos con las piedras y engañar a la luna, estaré feliz. Y entonces, ay, estúpida de mí, me olvidaré de tu muerte, me olvidaré del tirano. El mundo se me tornará justo y hermoso, y acabaré en la hoguera segura de mí misma, con la convicción plena de que no era necesario nada más.

Nuestro creador lo habrá logrado. Me iré creyendo que he desafiado al poder, que muero por la justicia. Creeré convertirme en mártir, en ejemplo para la posteridad. Disfrutaré, soberbia, viendo el llanto de los arrepentidos. Y no haré más que caer en la trampa, en la tenebrosa urdimbre que trazaron de mi vida. Habré seguido paso por paso, sin querer, el camino previsto; igual que mi padre.

Pero, aunque lo sé, es tarde para dudar. Lo pienso mientras mis uñas ya desaparecen bajo la mortaja fría que te fabrico, mientras mis lágrimas ya arden en el labio abierto de la herida de tu vientre, mientras me fundo en tu esqueleto.

Es porque me enamoré de tu muerte, hermano. Me enamoré de nuestra historia, del dolor y la furia de nuestra hermana recordándola. De la rabia del tirano; de su ignorancia.

Diluvio universal

Por Ximena María López Zieher
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina

Cabildo y Juramento. Espero, observo. Veo que el mundo pasa y pasa sin levantar la vista. Hay tres personas más a mi lado que también esperan. De vez en cuando una se va y otra ocupa su lugar. Yo estoy primera en la fila, pero los que llegan buscando a alguien nunca me llevan a mí. Se aproximan sacándose los auriculares y abriendo sus bocas, mueven sus brazos, los abren, se acomodan la cartera en el hombro, bajan sus mochilas y las apoyan en el piso, sonríen, se aproximan, posan su mano en la otra persona buscando el equilibrio para ponerle los labios en la mejilla. Algo hablan, dicen, gritan, no sé qué, porque no puedo escucharlos, pero sé que no tiene relevancia. Antes prestaba atención a lo que balbuceaban, pero nunca sacaba ni una palabra interesante de toda esa masa uniforme de sonidos que se suspende entre dos personas y luego cae. Es un hecho, las palabras nunca llegan al otro. Esos guturales vocablos siempre quedan afuera del emisor en tránsito hacia el receptor, que arroja otro discurso suponiendo lo que el otro le ha enviado, pero sin haberlo recibido.

Todavía no llega. La gente sigue caminando hacia adelante y de vez en cuando viene uno en contramano y se chocan. Es inevitable porque todos pretenden ser invisibles y no se miran. Vestidos de negro y gris intentan camuflarse con las baldosas oscuras, el caliente asfalto, el viciado aire. Amablemente evitan dar cuenta de la existencia del otro. Yo lo sé, porque no me miran. Estoy aquí parada en la esquina, vestida de amarillo, pero nadie me ve, como si me hicieran un favor. Quizá prefiero que no me vean, así puedo mirarlos. Me limito a recibir la luz que reflejan sus ropas, sus rostros, sus zapatos, sus uñas de colores, los cabellos desteñidos, los brillantes celulares pegados a un costado de sus cabezas. Esos pequeños aparatos siniestros… Sólo transportan más ruido al ambiente. Puedo ver como las palabras pronunciadas quedan en el aire, salen de las bocas, los teléfonos, los parlantes, los subtes, los motores, el rozamiento de las ropas. Cada ruido es una palabra que se escribe en el aire y precipita al fondo de la materia.

Sigo esperando. Cada vez el aire está más viciado de sonidos escritos. Me cuesta ver el piso de tantas letras que se han caído. A mi lado sigue habiendo tres personas, pero se han vuelto a renovar. La que está más cerca de mí tiene puestos los auriculares a un volumen tal que grandes notas multicolores parecen salir de sus orejas. Salen con letras mezcladas, salen rápido y luego despacio, y después, el estribillo de fuegos adverbiales. Las ondas se desdibujan en éter y explotan en formas rojas, azules, verdes. La cabeza de la chica se mueve para arriba y para abajo, desperdigando las semillas acústicas todo alrededor y salpicando mi ropa. Es lindo al principio, pero después de la tercera canción, se ha vuelto insoportable. Me quiero ir y no puedo, todavía no.

Si en cinco minutos no viene, me voy. Ya la inundación ha llegado al nivel de mis rodillas y hay tantas palabras precipitando por el aire que apenas si puedo ver a la gente que cruza la avenida. Sé que están ahí porque sus pasos desplazan el líquido verbal formando ondas. De vez en cuando pasa un colectivo y las olas son tan grandes que debo saltar para dejarlas pasar. Por supuesto, el resto del mundo no me ve saltando como una loca, porque están demasiado ensimismados en sus discursos y en llegar a dónde sea que van. Yo no me voy a ninguna parte, yo espero y trato de que no me arrastre la corriente.

Ya debería haber llegado hace cinco minutos. ¡Qué impuntualidad! Y yo acá en medio de este diluvio… Para colmo un hombre se puso a leer los diarios del día que hay en el kiosquito, este que está enfrente de mí. Toma el primero, mira la tapa con sumo cuidado, luego, al diariero y le tira un par de comentarios al aire, luego separa el periódico por la mitad y produce una nueva lluvia de noticias. El diariero se limita a mover la cabeza, porque todas las palabras han rebotado contra el papel y ahora escurren por el cuerpo del lector. La verdad es que al diariero no le importa lo que el otro le dice, así que no se molesta en preguntar. Al otro tampoco le afecta que no lo escuchen, porque comunicarse es imposible. Inconscientemente todos sabemos que hablar no sirve para intercambiar ideas. Finalmente, el hombre de las mil lecturas compra un periódico y se va. Se aleja chorreando palabras.

Me cansé de esperar, la verdad. Necesito irme urgentemente, porque tengo los enunciados hasta el nivel de mi cuello. Dentro de poco me llegarán a la cabeza. Es fatal cuando eso sucede. Ya me ha pasado antes: una vez que mis padres estaban discutiendo a alta verborragia durante la cena, una vez que un profesor de derecho propuso un debate sobre el aborto, un día que me quedé atrapada en el ascensor con un claustrofóbico, una noche de enamorados que nos embriagamos de halagos… Al menos, esa última vez fue agradable. Y sucedió en cada caso que, cuando mi cabeza se puso en contacto con ese fluir de esencias verbales, lo absorbió como una esponja.

Ya no hay modo de escapar, por más que salte alto, el agua me va a alcanzar y me va a ahogar. No quiero que toda esa realidad sea mía, no quiero dejarla entrar. Ese líquido subjetivo tiene el horroroso efecto de quedarse muy adentro mío y no salir nunca más. No quiero que entre por mis oídos, no quiero escuchar. Lamentablemente, soy la única que puede drenar tanto palabrerío. Tengo que aceptarlo una vez más, no hay vuelta atrás. He esperado demasiado tiempo.

Erotismo en El Café de Nadie de Arqueles Vela: Una experiencia de límites

Por Diego Antico
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina

Mientras nos ahogamos escribimos sobre nuestros destinos separados
J.M. Coetze, Elizabeth Costello

La novia desnudada por sus solteros, incluso (Gran vidrio), es el nombre que Duchamp puso a un misterioso cuadro/mecanismo, compuesto entre 1915 y 1923. La pieza consta de dos partes: un panel de metal de 272 x 175 cm dividido horizontalmente a la mitad por una estructura metálica y una caja verde que contiene noventa y cuatro notas que “explican” su funcionamiento; explicación que, no está de más aclarar, resulta impracticable. Duchamp compone así un complejo sistema perceptivo en el que visión, palabra y pensamiento se entrecruzan en un procedimiento de imposible resolución, semejante a la imposibilidad de los novios, situados en el panel inferior, de desnudar a la novia que permanece perversamente inalcanzable en el superior. Al respecto, Graciela Speranza plantea que “el espectador no puede sino sentirse en falta observando los paneles” (Speranza, 2006:9), falta que imposibilita el arrobamiento contemplativo. Esa imposibilidad se ve exacerbada por la propia materialidad del vidrio que genera, en palabras del propio autor, un “retardo”(“a delay in glass”), ya que la mirada debe toparse constantemente con personas y objetos detrás del “cuadro”, como así también con la propia imagen reflejada, generando una paradójica combinación de transparencia y opacidad.

La literatura del siglo XX será prolífica en la construcción de estas “máquinas célibes”[1], “mitos de un encierro en las operaciones de una escritura que se maquina indefinidamente y sólo se encuentra a sí misma” (De Certeau, 2007:162). Dispositivos artísticos productores de simulacros comunicativos, tanto entre las piezas que los componen, como en su relación con el receptor. Propongo en este trabajo algunos lineamientos para un  análisis de los componentes que conforman la erótica de Café de nadie de Arqueles Vela, en relación con la experiencia artística del siglo XX; experiencia de límites y desbordes.

Ningún lugar sagrado

Surgido del sentimiento de decadencia cultural a fines del siglo XIX, el Modernismo latinoamericano asume una representación del arte como espacio sagrado y secreto; separado de la vida cotidiana y, por ello, encargado de reponer lo que se ha perdido por la secularización del mundo, resultado de la Modernidad[2]. La escena erótica  será, en ese marco, objeto de una sacralización estética, “un mecanismo de lucha contra la alienación de la sociedad burguesa y una reapropiación, a través del arte, del sentido en un mundo perdido y desmiraculizado” (Montes, 2007:10 —subrayado en el original). Una de las operaciones centrales será la equiparación entre el ritual religioso y el ritual amoroso, transfiriéndole a este último las características de un espacio íntimo, secreto, “donde pueda surgir lo sagrado pero bajo la forma del ritual erótico” (Girardot, 1988:82). Los opuestos, en estas escenas, no se mantienen en un binarismo irreductible, sino dentro de un espacio englobador, orgánico y pletórico de sentido: la contemplación placentera de la obra.

Atravesado el umbral de las dedicatorias intransferibles y cómplices, y del tumulto urbano, el Café de Nadie se pliega sobre la propia interioridad del espacio literario pero, en ese repliegue, las cosas parecen condenadas a detenerse o estallar[3]: nada permanece igual a sí mismo, indivisible, sino que todo se yuxtapone, se mezcla en un panorama de restos y ruinas: “cualquier emoción, cualquier sentimiento se estatiza, se parapeta, en un ambiente de ciudad derruida y abandonada” (217)[4]. En este contexto, los amantes no pueden encontrar el solaz bucólico, la interioridad apacible y armónica de la confidencialidad. Nada queda, pues, del lugar sagrado de caricias, miradas y aromas del locus amoenus que Mabelina parece buscar en su primera entrada:

“Aquél —dice ella— como queriéndose refugiar anticipadamente en su confidencialidad.
—Está ocupado
(…)
—Entonces volveremos más tarde” (220)

Sin embargo, no tarda en aceptar las reglas de este espacio en el que las posiciones individuales están constantemente amenazadas y la sucesión sintagmática es reemplazada por paradigmas que quiebran la relación de oposición entre cuerpos y palabras: “Como en ninguna puede ser la que es, se indiferentiza, instalándose en cualquiera” (222). El aprendizaje es, en este caso, desmembramiento del sujeto y de su interioridad. Pronto, la obscuridad del café dobla las perspectivas de Mabelina “sobre un recogimiento incomprensible” (221).

Lo erótico, en este marco, se convierte en el lugar de una comunicación imposible, condenada a la dispersión absoluta. Como se dijo, no existe ya el lugar sagrado de interacción con algo diferente al mundo corrompido, sino con sus propias ruinas y deshechos, pegados en el collage del texto (“No hablaban, sino con los residuos de las charlas interferentes” -223). No existe la compensación imaginaria de algo perdido en la realidad, sino un simulacro condenado al fracaso. Se trata de una “erótica del otro ausente que busca algo que no está allí y que vuelve obsesiva la mirada del mirón” (De Certeau:164): “Quiero amar en ti eso que no tienes, eso que te falta, eso que te sobra, lo superfluo para estar enamorado siempre” (223). De este lado del espejo, las instrucciones del sistema lingüístico se obturan, se oscurecen; ya nada es lo que parece y la comunicación de los cuerpos, como la de las palabras, se ve condenada a la errancia. Al igual que las notas instructivas del “mecanismo” del Gran vidrio, sólo conducen a la frustración:

“Él las besa, las va palpando, apretando…
—Estúpido.
—Pero si eres una puta.
Las palabras se les quedan, las unas en las otras, trenzadas, confusas” (226).

La visión construye la comunicación ausente: “tragedia chusca del lenguaje, al estar mezclados ahí por un efecto óptico estos elementos no son ni coherentes, ni están unidos. El azar de las miradas que contemplan los asocia pero no los articula” (De Certeau:163). Presenciamos, tanto entre los personajes como en nuestra posición de lectores, un sacrificio libidinal[5], condenados en el texto al simulacro de una sexualidad y una significación que sólo se quedan en la maquinación previa, “en las iniciaciones, en el prólogo” (227); una eyaculación que nunca llega, un coitus interruptus o, retomando el concepto de Duchamp, un delay (“un movimiento retardado para vivir las emociones”(228) en la percepción que siempre se ve repelida, desplazada hacia otro lugar, ya que el texto sólo produce “la perennidad de lo improbable” (227), del mismo modo que se desparrama la carga erótica en su búsqueda de vías de salida, contaminando los objetos: “Entre todas las sillas hay siempre unas que no quieren desprenderse la una de la otra, que no quieren desistir de su posesión descarada” (228).  Entre el deseo y el cuerpo, múltiples capas de ropa —de discursos— retardan la comunión íntima entre los amantes “Las mujeres no me interesan, sino a través de lo que ojeo en los magazines”(228); su contracara simétrica, la difuminación de otra mediación, la del estilo: en el texto la realidad parece entrar sin mediaciones claras, sin estilizaciones que precisen contornos, sino en su materialidad bruta (“tus piernas son como tomadas de las de esas mujeres que anuncian las medias HOLEPROOF”(228)

Círculos de silencio

La maquinación erótica de Mabelina sólo puede producirse por defecto “lo que a Mabelina le había interesado era esa manera con que él se excluía (…) con un gesto de no querer inmiscuirse (…) en ninguna labor tan complicada y tan molesta como la de hacer el amor a una mujer”(222) o por exceso “un individuo que se está renovando siempre”: (226). Es en estos dos extremos que se juega una de las claves principales de la literatura del siglo XX y, paradójicamente, de la dispersión de sus límites. Frente al vacío, la escritura sólo parece abrir una herida, la imposibilidad de narrar una experiencia que se desvanece en el aire y, ante la cual, brinda dos respuestas extremas: el silencio y el murmullo. “The art of our time is noisy with appeals for silence” (Sontag, 1967:18) La erótica de El Café de Nadie puede pensarse así desde una estética del silencio[7], una comunicación cuya lengua es a la vez promesa e incumplimiento. El lenguaje se torna un espacio hostil, incapaz de brindar refugio a la subjetividad, y por ello se repliega:

“Indiferentes, desconfiados, inexplicables, recostados sobre la incongruencia y abstracción en que se han sumido, dejan caer en el agua de la fuente sus palabras impronunciables, que van dejando círculos de silencio” (221)

o se satura de voces y discursos que pueblan el café y parecen violentar desde la calle las puertas del café: “Las insinuaciones de los anuncios tapizan su ensimismamiento, interrumpiendo su conversación a intervalos colgados” (218). La conciencia es percibida como una carga, la memoria de todas las palabras que fueron dichas, y sólo puede generar una voz afásica, un tartamudeo ontológico. El mito moderno de la escritura ordenadora[8]se resquebraja en su propia sistematicidad, dando lugar es la explosión, la proliferación de las individualidades en una multiplicidad de fragmentos irreconstruibles, que no dominan la espacialidad con sus movimientos ni la ocupan con sus cuerpos: “La butaca puede ser reclamada, despojada por cualquiera” (219). El resultado no son subjetividades discretas, sino dispositivos autómatas de enunciación: “Ella seguía escribiendo su nombre sobre la mesa del gabinete, alargando, arrastrando, inconscientemente los caracteres hasta hacerlos ilegibles (…) Lo escribía con la misma vaguedad con que se escribe el nombre de una persona ausente” (232).

En el texto de Vela, esta situación se constituye como un campo de tensiones, entre la experiencia de una angustiosa limitación que parece condenar a los personajes a la alienación, y la posibilidad de trascender esos límites creando una obra que amplíe la potencialidad de la percepción. Sobre esta tensión debe ser pensada la producción artística del siglo XX; retomando la paradoja del Gran vidrio, se da una experiencia entre la transparencia y la opacidad. La manufactura artística se difumina y con ello produce inevitablemente un extrañamiento en la percepción del receptor[9]. Este no puede quedarse únicamente en lo que Duchamp llamaba arte retiniano, creado para halagar la vista y los sentidos, sino que se ve violentado, obligado a la obsesiva tarea de rastrear sentidos allí donde no hay más que palabras. Frente a la sacralización estética del erotismo, la máquina célibe se vuelve blasfemia, tanteo balbuciente de cara al vacío. Una literatura de restos y ruinas y ruidos, entre “no querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se quiere decir, y decirlo siempre”[10].

Bibliografía utilizada

BURGËR, Peter (1987): Teoría de la vanguardia. Barcelona, Península.

BECKETT, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.

DE CERTEAU, Michel (2007): Invenciones de lo cotidiano. I. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana.

ESCALANTE, Evodio (2002): Elevación y caída del estridentismo. México, Conaculta.

GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael (1988). Modernismo. Supuestos históricos y culturales. México, FCE.

KOZAK, Claudia (2006): Deslindes. Rosario, Beatriz Viterbo.

MONTES, Alicia (2007): “Cuando rota la lente estalle el ojo. Modernismo y neobarroco: erotismo, sacralidad y violencia” en Hologramática, Año IV, Número 7, V. 4, Buenos Aires, UNLZ, pp. 3-35.

SONTAG, Susan (1967): “The aesthetics of silence” en Aspen magazine. Nueva York, Roaring Fork Press, (edición digital en  HYPERLINK «http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag» http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag)

SPERANZA, Graciela (2006): Fuera de campo. Barcelona, Anagrama.

VELA, Arqueles (1926): El café de nadie. Jalapa, Ediciones de Horizonte.


[1] Michel Carrouges usa el término “máquinas célibes” para designar ciertas máquinas fantásticas descritas en la literatura: entre ellas la de “La colonia penitenciaria”. En este trabajo retomo el concepto mediatizado por el análisis de De Certeau (2007) sobre Les Machines célibataires (1954) de Carrouges.

[2] “La misión del arte será, a partir de ahora, la de proponer la utopía de una totalidad a través de la reelaboración de los fragmentos que han quedado de ella pero en total separación de un mundo que se ha secularizado rompiendo su conexión con lo sagrado” (Montes, 2007: 6)

[3] En este sentido resulta sumamente productivo el análisis de Peter Bürger (1997) en tanto plantea que “la obra de vanguardia no niega la unidad en general (…), sino un determinado tipo de unidad, la conexión entre la parte y el todo característica de las obras de arte orgánicas” (112)

[4] Todas las citas de El café de Nadie corresponden a Vela, 1926.

[5] Evodio Escalante (2002) utiliza este sintagma en su análisis de diferentes textos estridentistas: “Podría entenderse que la modernidad sólo puede conseguirse a cambio de desprenderse de la figura de la mujer amada, a quien de algún modo se concibe como un lastre del que hay que prescindir (…) La economía libidinal del texto [La señorita etcétera](…) exige la mortificación del amor (…)” (50 y 57)

[6] “En forma paralela y paradójicamente complementaria (…) las vanguardias artísticas plantearon la caducidad del arte si no podía participar de la vida o hacer que ella, la materialidad cotidiana de la vida misma, ingresara al arte sin mediación alguna. Gesto de borramiento de todo límite (…)” (Kozak, 2006:12) En el caso de los estridentistas, este borramiento no se da sin tensiones, entre una figura de autor que no se resigna a perder su estatus social y un violentamiento del estilo depurado que abre el texto al ingreso de palabras y materiales crudos de la vida cotidiana.

[7] Dice Susan Sontag al respecto: “Art is unmasked as gratuitous, and the very concreteness of the artist’s (and, particularly in the case of language, their historicity) appears as a trap. Practiced in a world furnished with second-hand perceptions, and specifically confounded by the treachery of words, the activity of the artist is cursed with mediacy. Art becomes the enemy of the artist, for it denies him the realization, the transcendence, he desires (…) Silence is the artist’s ultimate other-worldly gesture; by silence, he frees himself from servile bondage to the world, which appears as patron, client, audience, antagonist, arbiter, and distorter of his work” (1967:15-16)

[8] “De la escritura conquistadora en Defoe, las piezas maestras están comprometidas: la página en blanco sólo es un vidrio donde la representación es atraída por lo que excluía; el texto escrito, cerrado sobre sí mismo, pierde la referencia que lo autorizaba; la utilidad expansionista se invierte en «estéril gratuidad»” (De Certau, 2007: 165)

[9] “Such art could also be described as establishing great «distance» (between spectator and art object, between the spectator and his emotions). But, psychologically, distance often is involved with the most intense state of feeling, in which the distance or coolness or impersonality with which something is treated measures the insatiable interest that thing has for us” (Sontag, 1967: 24)

[10] Beckett, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.