Por Ximena María López Zieher
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina
Cabildo y Juramento. Espero, observo. Veo que el mundo pasa y pasa sin levantar la vista. Hay tres personas más a mi lado que también esperan. De vez en cuando una se va y otra ocupa su lugar. Yo estoy primera en la fila, pero los que llegan buscando a alguien nunca me llevan a mí. Se aproximan sacándose los auriculares y abriendo sus bocas, mueven sus brazos, los abren, se acomodan la cartera en el hombro, bajan sus mochilas y las apoyan en el piso, sonríen, se aproximan, posan su mano en la otra persona buscando el equilibrio para ponerle los labios en la mejilla. Algo hablan, dicen, gritan, no sé qué, porque no puedo escucharlos, pero sé que no tiene relevancia. Antes prestaba atención a lo que balbuceaban, pero nunca sacaba ni una palabra interesante de toda esa masa uniforme de sonidos que se suspende entre dos personas y luego cae. Es un hecho, las palabras nunca llegan al otro. Esos guturales vocablos siempre quedan afuera del emisor en tránsito hacia el receptor, que arroja otro discurso suponiendo lo que el otro le ha enviado, pero sin haberlo recibido.
Todavía no llega. La gente sigue caminando hacia adelante y de vez en cuando viene uno en contramano y se chocan. Es inevitable porque todos pretenden ser invisibles y no se miran. Vestidos de negro y gris intentan camuflarse con las baldosas oscuras, el caliente asfalto, el viciado aire. Amablemente evitan dar cuenta de la existencia del otro. Yo lo sé, porque no me miran. Estoy aquí parada en la esquina, vestida de amarillo, pero nadie me ve, como si me hicieran un favor. Quizá prefiero que no me vean, así puedo mirarlos. Me limito a recibir la luz que reflejan sus ropas, sus rostros, sus zapatos, sus uñas de colores, los cabellos desteñidos, los brillantes celulares pegados a un costado de sus cabezas. Esos pequeños aparatos siniestros… Sólo transportan más ruido al ambiente. Puedo ver como las palabras pronunciadas quedan en el aire, salen de las bocas, los teléfonos, los parlantes, los subtes, los motores, el rozamiento de las ropas. Cada ruido es una palabra que se escribe en el aire y precipita al fondo de la materia.
Sigo esperando. Cada vez el aire está más viciado de sonidos escritos. Me cuesta ver el piso de tantas letras que se han caído. A mi lado sigue habiendo tres personas, pero se han vuelto a renovar. La que está más cerca de mí tiene puestos los auriculares a un volumen tal que grandes notas multicolores parecen salir de sus orejas. Salen con letras mezcladas, salen rápido y luego despacio, y después, el estribillo de fuegos adverbiales. Las ondas se desdibujan en éter y explotan en formas rojas, azules, verdes. La cabeza de la chica se mueve para arriba y para abajo, desperdigando las semillas acústicas todo alrededor y salpicando mi ropa. Es lindo al principio, pero después de la tercera canción, se ha vuelto insoportable. Me quiero ir y no puedo, todavía no.
Si en cinco minutos no viene, me voy. Ya la inundación ha llegado al nivel de mis rodillas y hay tantas palabras precipitando por el aire que apenas si puedo ver a la gente que cruza la avenida. Sé que están ahí porque sus pasos desplazan el líquido verbal formando ondas. De vez en cuando pasa un colectivo y las olas son tan grandes que debo saltar para dejarlas pasar. Por supuesto, el resto del mundo no me ve saltando como una loca, porque están demasiado ensimismados en sus discursos y en llegar a dónde sea que van. Yo no me voy a ninguna parte, yo espero y trato de que no me arrastre la corriente.
Ya debería haber llegado hace cinco minutos. ¡Qué impuntualidad! Y yo acá en medio de este diluvio… Para colmo un hombre se puso a leer los diarios del día que hay en el kiosquito, este que está enfrente de mí. Toma el primero, mira la tapa con sumo cuidado, luego, al diariero y le tira un par de comentarios al aire, luego separa el periódico por la mitad y produce una nueva lluvia de noticias. El diariero se limita a mover la cabeza, porque todas las palabras han rebotado contra el papel y ahora escurren por el cuerpo del lector. La verdad es que al diariero no le importa lo que el otro le dice, así que no se molesta en preguntar. Al otro tampoco le afecta que no lo escuchen, porque comunicarse es imposible. Inconscientemente todos sabemos que hablar no sirve para intercambiar ideas. Finalmente, el hombre de las mil lecturas compra un periódico y se va. Se aleja chorreando palabras.
Me cansé de esperar, la verdad. Necesito irme urgentemente, porque tengo los enunciados hasta el nivel de mi cuello. Dentro de poco me llegarán a la cabeza. Es fatal cuando eso sucede. Ya me ha pasado antes: una vez que mis padres estaban discutiendo a alta verborragia durante la cena, una vez que un profesor de derecho propuso un debate sobre el aborto, un día que me quedé atrapada en el ascensor con un claustrofóbico, una noche de enamorados que nos embriagamos de halagos… Al menos, esa última vez fue agradable. Y sucedió en cada caso que, cuando mi cabeza se puso en contacto con ese fluir de esencias verbales, lo absorbió como una esponja.
Ya no hay modo de escapar, por más que salte alto, el agua me va a alcanzar y me va a ahogar. No quiero que toda esa realidad sea mía, no quiero dejarla entrar. Ese líquido subjetivo tiene el horroroso efecto de quedarse muy adentro mío y no salir nunca más. No quiero que entre por mis oídos, no quiero escuchar. Lamentablemente, soy la única que puede drenar tanto palabrerío. Tengo que aceptarlo una vez más, no hay vuelta atrás. He esperado demasiado tiempo.