Diluvio universal

Por Ximena María López Zieher
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina

Cabildo y Juramento. Espero, observo. Veo que el mundo pasa y pasa sin levantar la vista. Hay tres personas más a mi lado que también esperan. De vez en cuando una se va y otra ocupa su lugar. Yo estoy primera en la fila, pero los que llegan buscando a alguien nunca me llevan a mí. Se aproximan sacándose los auriculares y abriendo sus bocas, mueven sus brazos, los abren, se acomodan la cartera en el hombro, bajan sus mochilas y las apoyan en el piso, sonríen, se aproximan, posan su mano en la otra persona buscando el equilibrio para ponerle los labios en la mejilla. Algo hablan, dicen, gritan, no sé qué, porque no puedo escucharlos, pero sé que no tiene relevancia. Antes prestaba atención a lo que balbuceaban, pero nunca sacaba ni una palabra interesante de toda esa masa uniforme de sonidos que se suspende entre dos personas y luego cae. Es un hecho, las palabras nunca llegan al otro. Esos guturales vocablos siempre quedan afuera del emisor en tránsito hacia el receptor, que arroja otro discurso suponiendo lo que el otro le ha enviado, pero sin haberlo recibido.

Todavía no llega. La gente sigue caminando hacia adelante y de vez en cuando viene uno en contramano y se chocan. Es inevitable porque todos pretenden ser invisibles y no se miran. Vestidos de negro y gris intentan camuflarse con las baldosas oscuras, el caliente asfalto, el viciado aire. Amablemente evitan dar cuenta de la existencia del otro. Yo lo sé, porque no me miran. Estoy aquí parada en la esquina, vestida de amarillo, pero nadie me ve, como si me hicieran un favor. Quizá prefiero que no me vean, así puedo mirarlos. Me limito a recibir la luz que reflejan sus ropas, sus rostros, sus zapatos, sus uñas de colores, los cabellos desteñidos, los brillantes celulares pegados a un costado de sus cabezas. Esos pequeños aparatos siniestros… Sólo transportan más ruido al ambiente. Puedo ver como las palabras pronunciadas quedan en el aire, salen de las bocas, los teléfonos, los parlantes, los subtes, los motores, el rozamiento de las ropas. Cada ruido es una palabra que se escribe en el aire y precipita al fondo de la materia.

Sigo esperando. Cada vez el aire está más viciado de sonidos escritos. Me cuesta ver el piso de tantas letras que se han caído. A mi lado sigue habiendo tres personas, pero se han vuelto a renovar. La que está más cerca de mí tiene puestos los auriculares a un volumen tal que grandes notas multicolores parecen salir de sus orejas. Salen con letras mezcladas, salen rápido y luego despacio, y después, el estribillo de fuegos adverbiales. Las ondas se desdibujan en éter y explotan en formas rojas, azules, verdes. La cabeza de la chica se mueve para arriba y para abajo, desperdigando las semillas acústicas todo alrededor y salpicando mi ropa. Es lindo al principio, pero después de la tercera canción, se ha vuelto insoportable. Me quiero ir y no puedo, todavía no.

Si en cinco minutos no viene, me voy. Ya la inundación ha llegado al nivel de mis rodillas y hay tantas palabras precipitando por el aire que apenas si puedo ver a la gente que cruza la avenida. Sé que están ahí porque sus pasos desplazan el líquido verbal formando ondas. De vez en cuando pasa un colectivo y las olas son tan grandes que debo saltar para dejarlas pasar. Por supuesto, el resto del mundo no me ve saltando como una loca, porque están demasiado ensimismados en sus discursos y en llegar a dónde sea que van. Yo no me voy a ninguna parte, yo espero y trato de que no me arrastre la corriente.

Ya debería haber llegado hace cinco minutos. ¡Qué impuntualidad! Y yo acá en medio de este diluvio… Para colmo un hombre se puso a leer los diarios del día que hay en el kiosquito, este que está enfrente de mí. Toma el primero, mira la tapa con sumo cuidado, luego, al diariero y le tira un par de comentarios al aire, luego separa el periódico por la mitad y produce una nueva lluvia de noticias. El diariero se limita a mover la cabeza, porque todas las palabras han rebotado contra el papel y ahora escurren por el cuerpo del lector. La verdad es que al diariero no le importa lo que el otro le dice, así que no se molesta en preguntar. Al otro tampoco le afecta que no lo escuchen, porque comunicarse es imposible. Inconscientemente todos sabemos que hablar no sirve para intercambiar ideas. Finalmente, el hombre de las mil lecturas compra un periódico y se va. Se aleja chorreando palabras.

Me cansé de esperar, la verdad. Necesito irme urgentemente, porque tengo los enunciados hasta el nivel de mi cuello. Dentro de poco me llegarán a la cabeza. Es fatal cuando eso sucede. Ya me ha pasado antes: una vez que mis padres estaban discutiendo a alta verborragia durante la cena, una vez que un profesor de derecho propuso un debate sobre el aborto, un día que me quedé atrapada en el ascensor con un claustrofóbico, una noche de enamorados que nos embriagamos de halagos… Al menos, esa última vez fue agradable. Y sucedió en cada caso que, cuando mi cabeza se puso en contacto con ese fluir de esencias verbales, lo absorbió como una esponja.

Ya no hay modo de escapar, por más que salte alto, el agua me va a alcanzar y me va a ahogar. No quiero que toda esa realidad sea mía, no quiero dejarla entrar. Ese líquido subjetivo tiene el horroroso efecto de quedarse muy adentro mío y no salir nunca más. No quiero que entre por mis oídos, no quiero escuchar. Lamentablemente, soy la única que puede drenar tanto palabrerío. Tengo que aceptarlo una vez más, no hay vuelta atrás. He esperado demasiado tiempo.

Erotismo en El Café de Nadie de Arqueles Vela: Una experiencia de límites

Por Diego Antico
Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina

Mientras nos ahogamos escribimos sobre nuestros destinos separados
J.M. Coetze, Elizabeth Costello

La novia desnudada por sus solteros, incluso (Gran vidrio), es el nombre que Duchamp puso a un misterioso cuadro/mecanismo, compuesto entre 1915 y 1923. La pieza consta de dos partes: un panel de metal de 272 x 175 cm dividido horizontalmente a la mitad por una estructura metálica y una caja verde que contiene noventa y cuatro notas que “explican” su funcionamiento; explicación que, no está de más aclarar, resulta impracticable. Duchamp compone así un complejo sistema perceptivo en el que visión, palabra y pensamiento se entrecruzan en un procedimiento de imposible resolución, semejante a la imposibilidad de los novios, situados en el panel inferior, de desnudar a la novia que permanece perversamente inalcanzable en el superior. Al respecto, Graciela Speranza plantea que “el espectador no puede sino sentirse en falta observando los paneles” (Speranza, 2006:9), falta que imposibilita el arrobamiento contemplativo. Esa imposibilidad se ve exacerbada por la propia materialidad del vidrio que genera, en palabras del propio autor, un “retardo”(“a delay in glass”), ya que la mirada debe toparse constantemente con personas y objetos detrás del “cuadro”, como así también con la propia imagen reflejada, generando una paradójica combinación de transparencia y opacidad.

La literatura del siglo XX será prolífica en la construcción de estas “máquinas célibes”[1], “mitos de un encierro en las operaciones de una escritura que se maquina indefinidamente y sólo se encuentra a sí misma” (De Certeau, 2007:162). Dispositivos artísticos productores de simulacros comunicativos, tanto entre las piezas que los componen, como en su relación con el receptor. Propongo en este trabajo algunos lineamientos para un  análisis de los componentes que conforman la erótica de Café de nadie de Arqueles Vela, en relación con la experiencia artística del siglo XX; experiencia de límites y desbordes.

Ningún lugar sagrado

Surgido del sentimiento de decadencia cultural a fines del siglo XIX, el Modernismo latinoamericano asume una representación del arte como espacio sagrado y secreto; separado de la vida cotidiana y, por ello, encargado de reponer lo que se ha perdido por la secularización del mundo, resultado de la Modernidad[2]. La escena erótica  será, en ese marco, objeto de una sacralización estética, “un mecanismo de lucha contra la alienación de la sociedad burguesa y una reapropiación, a través del arte, del sentido en un mundo perdido y desmiraculizado” (Montes, 2007:10 —subrayado en el original). Una de las operaciones centrales será la equiparación entre el ritual religioso y el ritual amoroso, transfiriéndole a este último las características de un espacio íntimo, secreto, “donde pueda surgir lo sagrado pero bajo la forma del ritual erótico” (Girardot, 1988:82). Los opuestos, en estas escenas, no se mantienen en un binarismo irreductible, sino dentro de un espacio englobador, orgánico y pletórico de sentido: la contemplación placentera de la obra.

Atravesado el umbral de las dedicatorias intransferibles y cómplices, y del tumulto urbano, el Café de Nadie se pliega sobre la propia interioridad del espacio literario pero, en ese repliegue, las cosas parecen condenadas a detenerse o estallar[3]: nada permanece igual a sí mismo, indivisible, sino que todo se yuxtapone, se mezcla en un panorama de restos y ruinas: “cualquier emoción, cualquier sentimiento se estatiza, se parapeta, en un ambiente de ciudad derruida y abandonada” (217)[4]. En este contexto, los amantes no pueden encontrar el solaz bucólico, la interioridad apacible y armónica de la confidencialidad. Nada queda, pues, del lugar sagrado de caricias, miradas y aromas del locus amoenus que Mabelina parece buscar en su primera entrada:

“Aquél —dice ella— como queriéndose refugiar anticipadamente en su confidencialidad.
—Está ocupado
(…)
—Entonces volveremos más tarde” (220)

Sin embargo, no tarda en aceptar las reglas de este espacio en el que las posiciones individuales están constantemente amenazadas y la sucesión sintagmática es reemplazada por paradigmas que quiebran la relación de oposición entre cuerpos y palabras: “Como en ninguna puede ser la que es, se indiferentiza, instalándose en cualquiera” (222). El aprendizaje es, en este caso, desmembramiento del sujeto y de su interioridad. Pronto, la obscuridad del café dobla las perspectivas de Mabelina “sobre un recogimiento incomprensible” (221).

Lo erótico, en este marco, se convierte en el lugar de una comunicación imposible, condenada a la dispersión absoluta. Como se dijo, no existe ya el lugar sagrado de interacción con algo diferente al mundo corrompido, sino con sus propias ruinas y deshechos, pegados en el collage del texto (“No hablaban, sino con los residuos de las charlas interferentes” -223). No existe la compensación imaginaria de algo perdido en la realidad, sino un simulacro condenado al fracaso. Se trata de una “erótica del otro ausente que busca algo que no está allí y que vuelve obsesiva la mirada del mirón” (De Certeau:164): “Quiero amar en ti eso que no tienes, eso que te falta, eso que te sobra, lo superfluo para estar enamorado siempre” (223). De este lado del espejo, las instrucciones del sistema lingüístico se obturan, se oscurecen; ya nada es lo que parece y la comunicación de los cuerpos, como la de las palabras, se ve condenada a la errancia. Al igual que las notas instructivas del “mecanismo” del Gran vidrio, sólo conducen a la frustración:

“Él las besa, las va palpando, apretando…
—Estúpido.
—Pero si eres una puta.
Las palabras se les quedan, las unas en las otras, trenzadas, confusas” (226).

La visión construye la comunicación ausente: “tragedia chusca del lenguaje, al estar mezclados ahí por un efecto óptico estos elementos no son ni coherentes, ni están unidos. El azar de las miradas que contemplan los asocia pero no los articula” (De Certeau:163). Presenciamos, tanto entre los personajes como en nuestra posición de lectores, un sacrificio libidinal[5], condenados en el texto al simulacro de una sexualidad y una significación que sólo se quedan en la maquinación previa, “en las iniciaciones, en el prólogo” (227); una eyaculación que nunca llega, un coitus interruptus o, retomando el concepto de Duchamp, un delay (“un movimiento retardado para vivir las emociones”(228) en la percepción que siempre se ve repelida, desplazada hacia otro lugar, ya que el texto sólo produce “la perennidad de lo improbable” (227), del mismo modo que se desparrama la carga erótica en su búsqueda de vías de salida, contaminando los objetos: “Entre todas las sillas hay siempre unas que no quieren desprenderse la una de la otra, que no quieren desistir de su posesión descarada” (228).  Entre el deseo y el cuerpo, múltiples capas de ropa —de discursos— retardan la comunión íntima entre los amantes “Las mujeres no me interesan, sino a través de lo que ojeo en los magazines”(228); su contracara simétrica, la difuminación de otra mediación, la del estilo: en el texto la realidad parece entrar sin mediaciones claras, sin estilizaciones que precisen contornos, sino en su materialidad bruta (“tus piernas son como tomadas de las de esas mujeres que anuncian las medias HOLEPROOF”(228)

Círculos de silencio

La maquinación erótica de Mabelina sólo puede producirse por defecto “lo que a Mabelina le había interesado era esa manera con que él se excluía (…) con un gesto de no querer inmiscuirse (…) en ninguna labor tan complicada y tan molesta como la de hacer el amor a una mujer”(222) o por exceso “un individuo que se está renovando siempre”: (226). Es en estos dos extremos que se juega una de las claves principales de la literatura del siglo XX y, paradójicamente, de la dispersión de sus límites. Frente al vacío, la escritura sólo parece abrir una herida, la imposibilidad de narrar una experiencia que se desvanece en el aire y, ante la cual, brinda dos respuestas extremas: el silencio y el murmullo. “The art of our time is noisy with appeals for silence” (Sontag, 1967:18) La erótica de El Café de Nadie puede pensarse así desde una estética del silencio[7], una comunicación cuya lengua es a la vez promesa e incumplimiento. El lenguaje se torna un espacio hostil, incapaz de brindar refugio a la subjetividad, y por ello se repliega:

“Indiferentes, desconfiados, inexplicables, recostados sobre la incongruencia y abstracción en que se han sumido, dejan caer en el agua de la fuente sus palabras impronunciables, que van dejando círculos de silencio” (221)

o se satura de voces y discursos que pueblan el café y parecen violentar desde la calle las puertas del café: “Las insinuaciones de los anuncios tapizan su ensimismamiento, interrumpiendo su conversación a intervalos colgados” (218). La conciencia es percibida como una carga, la memoria de todas las palabras que fueron dichas, y sólo puede generar una voz afásica, un tartamudeo ontológico. El mito moderno de la escritura ordenadora[8]se resquebraja en su propia sistematicidad, dando lugar es la explosión, la proliferación de las individualidades en una multiplicidad de fragmentos irreconstruibles, que no dominan la espacialidad con sus movimientos ni la ocupan con sus cuerpos: “La butaca puede ser reclamada, despojada por cualquiera” (219). El resultado no son subjetividades discretas, sino dispositivos autómatas de enunciación: “Ella seguía escribiendo su nombre sobre la mesa del gabinete, alargando, arrastrando, inconscientemente los caracteres hasta hacerlos ilegibles (…) Lo escribía con la misma vaguedad con que se escribe el nombre de una persona ausente” (232).

En el texto de Vela, esta situación se constituye como un campo de tensiones, entre la experiencia de una angustiosa limitación que parece condenar a los personajes a la alienación, y la posibilidad de trascender esos límites creando una obra que amplíe la potencialidad de la percepción. Sobre esta tensión debe ser pensada la producción artística del siglo XX; retomando la paradoja del Gran vidrio, se da una experiencia entre la transparencia y la opacidad. La manufactura artística se difumina y con ello produce inevitablemente un extrañamiento en la percepción del receptor[9]. Este no puede quedarse únicamente en lo que Duchamp llamaba arte retiniano, creado para halagar la vista y los sentidos, sino que se ve violentado, obligado a la obsesiva tarea de rastrear sentidos allí donde no hay más que palabras. Frente a la sacralización estética del erotismo, la máquina célibe se vuelve blasfemia, tanteo balbuciente de cara al vacío. Una literatura de restos y ruinas y ruidos, entre “no querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se quiere decir, y decirlo siempre”[10].

Bibliografía utilizada

BURGËR, Peter (1987): Teoría de la vanguardia. Barcelona, Península.

BECKETT, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.

DE CERTEAU, Michel (2007): Invenciones de lo cotidiano. I. Artes de hacer. México, Universidad Iberoamericana.

ESCALANTE, Evodio (2002): Elevación y caída del estridentismo. México, Conaculta.

GUTIÉRREZ GIRARDOT, Rafael (1988). Modernismo. Supuestos históricos y culturales. México, FCE.

KOZAK, Claudia (2006): Deslindes. Rosario, Beatriz Viterbo.

MONTES, Alicia (2007): “Cuando rota la lente estalle el ojo. Modernismo y neobarroco: erotismo, sacralidad y violencia” en Hologramática, Año IV, Número 7, V. 4, Buenos Aires, UNLZ, pp. 3-35.

SONTAG, Susan (1967): “The aesthetics of silence” en Aspen magazine. Nueva York, Roaring Fork Press, (edición digital en  HYPERLINK «http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag» http://www.ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#sontag)

SPERANZA, Graciela (2006): Fuera de campo. Barcelona, Anagrama.

VELA, Arqueles (1926): El café de nadie. Jalapa, Ediciones de Horizonte.


[1] Michel Carrouges usa el término “máquinas célibes” para designar ciertas máquinas fantásticas descritas en la literatura: entre ellas la de “La colonia penitenciaria”. En este trabajo retomo el concepto mediatizado por el análisis de De Certeau (2007) sobre Les Machines célibataires (1954) de Carrouges.

[2] “La misión del arte será, a partir de ahora, la de proponer la utopía de una totalidad a través de la reelaboración de los fragmentos que han quedado de ella pero en total separación de un mundo que se ha secularizado rompiendo su conexión con lo sagrado” (Montes, 2007: 6)

[3] En este sentido resulta sumamente productivo el análisis de Peter Bürger (1997) en tanto plantea que “la obra de vanguardia no niega la unidad en general (…), sino un determinado tipo de unidad, la conexión entre la parte y el todo característica de las obras de arte orgánicas” (112)

[4] Todas las citas de El café de Nadie corresponden a Vela, 1926.

[5] Evodio Escalante (2002) utiliza este sintagma en su análisis de diferentes textos estridentistas: “Podría entenderse que la modernidad sólo puede conseguirse a cambio de desprenderse de la figura de la mujer amada, a quien de algún modo se concibe como un lastre del que hay que prescindir (…) La economía libidinal del texto [La señorita etcétera](…) exige la mortificación del amor (…)” (50 y 57)

[6] “En forma paralela y paradójicamente complementaria (…) las vanguardias artísticas plantearon la caducidad del arte si no podía participar de la vida o hacer que ella, la materialidad cotidiana de la vida misma, ingresara al arte sin mediación alguna. Gesto de borramiento de todo límite (…)” (Kozak, 2006:12) En el caso de los estridentistas, este borramiento no se da sin tensiones, entre una figura de autor que no se resigna a perder su estatus social y un violentamiento del estilo depurado que abre el texto al ingreso de palabras y materiales crudos de la vida cotidiana.

[7] Dice Susan Sontag al respecto: “Art is unmasked as gratuitous, and the very concreteness of the artist’s (and, particularly in the case of language, their historicity) appears as a trap. Practiced in a world furnished with second-hand perceptions, and specifically confounded by the treachery of words, the activity of the artist is cursed with mediacy. Art becomes the enemy of the artist, for it denies him the realization, the transcendence, he desires (…) Silence is the artist’s ultimate other-worldly gesture; by silence, he frees himself from servile bondage to the world, which appears as patron, client, audience, antagonist, arbiter, and distorter of his work” (1967:15-16)

[8] “De la escritura conquistadora en Defoe, las piezas maestras están comprometidas: la página en blanco sólo es un vidrio donde la representación es atraída por lo que excluía; el texto escrito, cerrado sobre sí mismo, pierde la referencia que lo autorizaba; la utilidad expansionista se invierte en «estéril gratuidad»” (De Certau, 2007: 165)

[9] “Such art could also be described as establishing great «distance» (between spectator and art object, between the spectator and his emotions). But, psychologically, distance often is involved with the most intense state of feeling, in which the distance or coolness or impersonality with which something is treated measures the insatiable interest that thing has for us” (Sontag, 1967: 24)

[10] Beckett, Samuel (1969): Molloy, Barcelona, Lumen.

Si es necesario escuchar un sermón, que lo cuente un pícaro, por favor

Por Miguel Santos González
George Mason University, Virginia

La Primera parte de Guzmán de Alfarache fue publicada en España en 1599, dentro de una sociedad muy sensibilizada ideológicamente con las creencias religiosas por dos causas, una externa, el Concilio de Trento y su Contrarreforma como respuesta a la Reforma protestante y la otra interna, las conversiones y falsas conversiones de practicantes judíos y musulmanes al catolicismo ocurridas a partir de las expulsiones de España de ambos grupos, iniciadas con los Reyes Católicos en 1492 y continuadas por Felipe III hacia 1609. Para finales del siglo XVI en España también existe una nueva sensibilidad literaria y estética. Gran parte de la población se encuentra ya hastiada del idealismo de las gestas heroicas de los caballeros y del amor cortés que aparecen en la mayoría de los libros y relatos populares coetáneos y anteriores. El público muestra una gran inquietud por un tipo de literatura que dé cabida a personajes e historias más verosímiles, y que representen lo más posible la realidad cotidiana. El gran mérito y el éxito de Mateo Alemán en su época, como bien lo demuestran los elogios que preceden tanto al primer como al segundo libro, radican precisamente en la fusión ideológica, estilística y literaria que consigue en esta novela.

Alemán recurre a las cualidades de su protagonista, el pícaro Guzmanillo, heredero del Lazarillo, para aportar gracia, interés, realismo y mantener el hilo conductor de la novela a pesar de las continuas digresiones. La enseñanza mediante ejemplos ex contrario permite al autor narrar, por boca de Guzmán, las aventuras y desventuras de éste para ilustrar en qué no consiste una vida cristiana. Es decir, a través de las peripecias del pícaro, el autor introduce escenas desvergonzadas o pecaminosas, pero a la vez interesantes y amenas para el público. Las andanzas de Guzmán también aportan situaciones sociales y oportunidades diversas para mostrar actitudes de profesiones o estamentos de la sociedad, y al mismo tiempo dan paso al sermón e invitan a reformar la moral y las costumbres. Otro pilar que sustenta el sermón y los consejos morales dentro de la obra es el arrepentimiento final del pícaro Guzmanillo a pesar de sus innumerables caídas. La catarsis del arrepentimiento lo eleva desde “la cumbre del monte de las miserias” a, “alzando el brazo, alcanzar el cielo” mediante la conversión. Y es desde este punto elevado, esta atalaya de la vida humana, donde los sermones de Guzmán adquieren su sentido y justificación.

En esta obra de Alemán el protagonista no solamente narra los acontecimientos de manera autobiográfica sino que entabla un diálogo de manera continua, aunque no exclusiva, con el lector, ese curioso lector, al que Guzmán exhorta al diálogo en la novela. Este diálogo entre el narrador y el narratario tiene fines didácticos con antecedentes en nuestra cultura occidental tan profundos como los diálogos platónicos y las Confesiones de San Agustín de Hipona. En los diálogos platónicos, el filósofo expone sus pensamientos en boca de sus personajes, sobre todo de Sócrates[1]. Partiendo desde la humildad de la ignorancia absoluta, “solo sé que no sé nada”, la estructura del diálogo permite a Platón, a diferencia de sus predecesores sofistas que exponían sus pensamientos en forma de tratado, exponer sus ideas de una manera metódica, didáctica, descubriendo la verdad a través de la dialéctica, del debate de ejemplos e ideas. Este intercambio de preguntas y respuestas, de opiniones y verdades le permite al filósofo ateniense incluir, ideas poco populares para su época. De igual manera, San Agustín, introductor del platonismo en la teología cristiana, estructura sus Confesiones en forma de diálogo. El diálogo con Dios, le sirve al de Hipona para sintetizar la vida de su juventud llena de “placeres ilícitos y deleites cumplidos” con los “amarguísimos sinsabores” producidos por el castigo divino. La obra del santo expone la trayectoria del alma de Agustín, un ser de naturaleza humilde, insignificante, pecaminosa y, por qué no decirlo, pícara hacia el santo Agustín, un hombre arrepentido y reformado cuyo alma llega a conocer la sabiduría y el poder infinito de Dios.[2]

Mateo Alemán estructura su novela en una peculiar forma de confesión que alterna la peripecia y el sermón y se desarrolla a través de un diálogo entre Guzmán, el yo que narra su autobiografía, y el lector, el  polivalente: el vulgo, el curioso lector, la persona o el grupo social[3] al que va dirigida la conseja o la reprimenda del sermón. Este  narratario es variado y dinámico. Con frecuencia, adquiere mucha vivacidad cuando es exhortado por el narrador a ponerse “en mi lugar”, “troquemos plazas”[4] le pedirá más adelante la voz narrativa.

La alternancia entre la peripecia del pícaro y los sermones tienen una doble función: la expansión de los límites de la narración y, sobre todo, la reforma moral:

Haz como leas lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el consejo; recibe los que te doy y el ánimo con que te los ofrezco: no los eches como barreduras al muladar del olvido. Mira que podrá ser escobilla de precio. Recoge, junta esa tierra, métela en el crisol de la consideración, dale fuego de espíritu, y te aseguro hallarás algún oro que te enriquezca. [5]

Alemán se aleja y regresa [6] al hilo narrativo autobiográfico, intercalando y enriqueciendo el texto con digresiones de estilo variado como son las consejas, las citas, las historias que cuentan los personajes o incluso los soliloquios[7]. El sermón, sin duda, también forma parte de esta lista de estilos que enriquecen la obra, pero su función esencial, por definición, es la de predicar la buena doctrina de la Iglesia con el objetivo de orientar a los hombres hacia ese ideal de conducta y valores. Con este fin y en el contexto postrentino en que se escribió Guzmán de Alfarache es como se debe entender el sermón y por extensión toda la novela. Así lo confirma la acogida que tuvo la Primera parte, plasmada en el elogio del Alférez Luis Valdés al principio de la Segunda parte:

sólo Mateo Alemán le halló el punto, enseñando sus obras cómo sepamos gobernar las nuestras, no con pequeño daño de su salud y hacienda, consumiéndolo en estudios. Y podremos decir dél no haber soldado más pobre, ánimo más rico ni vida más inquieta con trabajos que la suya, por haber estimado en más filosofar pobremente, que interesar adulando. Y como sabemos dejó de su voluntad la Casa Real, donde sirvió casi veinte años, los mejores de su edad.[8]

De la misma manera que el soneto del italiano Juan Bautista del Rosso, elogia el primer libro y resalta la gran labor del novelista español, alabando que

El delicado estilo de su pluma
advierte en una vida picaresca
cuál deba ser la honesta, justa y buena.
Esta ficción es una breve suma,
que, aunque entretenimiento nos parezca,
de morales consejos está llena”.[9]

Igual que los pensadores platónicos, Guzmán parte del reconocimiento de su humildad para legitimar su mensaje optimista y reformador de la virtud moral:

¡Válgame Dios –me puse a pensar—, que aun a mí me toca y yo soy alguien: cuenta se hace de mí! ¿Pues qué luz puedo dar o cómo la puede haber en hombre y en oficio tan escuro y bajo? Sí, amigo –me respondía—, a ti te toca y contigo habla, que también eres miembro deste cuerpo místico, igual con todos en sustancia, aunque no en calidad.[10]

De estas palabras cabe deducir que si en Guzmán, que ha elegido la vida del vicio y del engaño libremente –a diferencia de Lazarillo, quien cayó en la picardía por necesidad— hay esperanza de que actúe la gracia divina y se dé el arrepentimiento, entonces también se puede dar en cualquier ser humano ya que “todos en sustancia, aunque no en calidad” somos miembros “deste cuerpo místico.” Este fragmento revela el optimismo de la ideología reformista de la que Alemán participa, planteando la dualidad entre el libre albedrío –capacidad humana para elegir y tomar decisiones propias— y la gracia divina –don gratuito concedido por Dios al hombre para salvarse— de una manera no excluyente sino sintetizada. Y dentro de esta ideología reformista, optimista y sincera, es como se debe interpretar la función del sermón en Guzmán de Alfarache y el renombre del que disfrutó entre sus contemporáneos. Un éxito que no trascendió a la edad moderna y que hace de esta novela uno de los clásicos españoles menos leídos, sobre todo, según puntualiza Gonzalo Sobejano (2009), después de que Unamuno la condenara, sentenciando que ese “libro tan alabado no era sino una ‘sarta de sermones enfadosos y pedestres de la más ramplona filosofía y de la exposición más difusa y adormiladora que cabe”.

Sería injusto abandonar nuestro Guzmán de Alfarache al ostracismo con la etiqueta de ramplón después de la influencia que tuvo entre el público y los autores del siglo XVII, sin tener en consideración factores como la longitud del libro (y de algunas de las digresiones), el carácter anticuado de la crítica moral y social que presenta en un tono estricto, impuesto por la voluntad reformista del autor y por la propia naturaleza del sermón. En este sentido la novela de Alemán contrasta con la ironía en Lazarillo, el humor que transmite Cervantes con sus personajes o el cómico sarcasmo presente en el Buscón de Quevedo.

Obras citadas

Agustín, Santo, Obispo de Hipona: Confesiones. Alicante: Biblioteca virtual Miguel Cervantes, 2002. Recuperado el 27 de octubre de 2009 de http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01256854276038273432102/p0000001.htm#I_2_

Alemán, M.: Guzmán de Alfarache. Ed. José María Micó, Madrid: Cátedra, 2007, Vol. I y II

Morla, R. & García R. (2007). Las obras de Platón. Eikasia. Revista de filosofía. 12 Extraordinario (agosto 2007). Recuperado el 29 de octubre de 2009 de http://www.revistadefilosofia.com/11-1.pdf

Sobejano, G.: De la intención y valor del “Guzmán de Alfarache.” Alicante: Biblioteca virtual Miguel Cervantes, 2009. Recuperado el 31 de octubre de 2009 de http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01593963768921846350035/p0000001.htm#I_0_


[1] Quien ya había sido condenado a muerte y ejecutado (399 a. C.) antes de que Platón comenzara a escribir sus obras de juventud (393 a. C.).

[2] “Grande sois, Señor, y muy digno de toda alabanza, grande es vuestro poder, e infinita vuestra sabiduría: y no obstante eso, os quiere alabar el hombre, que es una pequeña parte de vuestras criaturas: el hombre que lleva en sí no solamente su mortalidad y la marca de su pecado, sino también la prueba y testimonio de que Vos resistís a los soberbios.”

[3] A veces un cuadrillero, a veces un mercante, un epicúreo o un rico, incluso a sí mismo en un soliloquio.

[4] Citado por Micó en el prólogo, Alemán, I, p. 36

[5] Alemán, I, p. 111

[6] A veces la voz narrativa pide permiso al narratario antes de iniciar la digresión: “Viéndolo por mío, si no es esa la falta que le hallas. Díjelo, por haberme parecido digno de mejor padre; tú lo dispón y compón según te pareciere, enmendando las faltas” (I, p. 283). También cuando vuelve al hilo de la narración: “Pero a mi juicio de ahora y entonces, volviendo, volviendo a la consideración prometida, con quien hablo, más que a religiosos y comunidad, fue con los príncipes y sus ministros de justicia de quien iba hablando cuando esta digresión hice” (Alemán, I, p. 286).

[7] Citas bíblicas, las historias de Ozmín y Daraja, Dorido y Clorinia o el Arancel de Necedades son algunos ejemplos.

[8] Alemán, II, p. 25.

[9] Alemán, II, p. 31

[10] Alemán, II, p. 285