La memoria de las piedras

Versión libre de Antígona de Sófocles

Por Amalia van Aken
Argentina

Santa Cruz, 1921

Antígona: (De noche, luz de luna. Está sola, en el patio de su casa, mirando hacia el campo abierto) Un desierto de piedra. Nada más que un desierto de piedra. Casi siento el filo de las rocas puntiagudas en mi piel. Me lastiman… pero la luna está tan hermosa…
Hay sangre derramada. Puedo olerla. Siento casi con la yema de los dedos como fluye limpia desde un cuerpo recién muerto. Percibo su calor húmedo, su perfume que brota como un llanto del ojo de su herida. Pero todavía no puedo verla.

Debo acercarme, ir hacia allá. La noche clara me guía.
Ay. Ya me duele un dolor que no me explico: el de la premura. Sin saberlo aún me hiela la sangre. Debo saberlo en algún lugar. Sí, conozco el final.

(Silencio. Sólo se oye el canto de las chicharras. Llega Ismena corriendo, al ver a Antígona se para en seco frente a ella. Se observan largamente.)

Antígona: (A Ismena) Entonces era él. El otro muerto era él. Ahora ya conozco el final con todas las letras. Ahora nada será inevitable.
Me hundo, hermana. De a poco siento cómo el barro va subiéndome hasta las sienes. Es un barro caliente y espeso. Me va tragando como una tarántula a una hormiga, como una boa a un corderito. Con esa lentitud casi hermosa, seduciéndome con la idea del descanso eterno y haciéndome creer que la liberación es posible.

Ése es el destino que alguien ha escrito para mí. Quien lo haya hecho, ha utilizado como estrategia el hacerme creer que soy libre y que puedo escapar cuando quiera. Se ha ocupado de que mi objetivo no sea ambiguo y todo me conduzca a él; sin dudas, sin desvíos.

Me han mentido. No elijo nada porque no me permito la entrada de la duda en mis actos. Si lo hiciera, vislumbraría la posibilidad de escaparme de este destino rectilíneo hacia el Hades.

Allá voy. Ya no puedo dejar las cosas como están. Desde el momento de mi nacimiento estoy siendo impulsada por una fuerza de la que no respondo y a la que no puedo desobedecer.

Soy cobarde, hermana. Me entrego a mi destino como la mosca apresada en la tela. No puedo más que correr allá afuera a cobijar a ese hombre con mi propio cuerpo y con la tierra que mis uñas puedan arrancarle a la piedra. No puedo más que arrojarme sobre su rostro hueco y ver mi infancia reflejada dentro suyo, como en el fondo de un pozo, para que ya no duela más en mi carne el cuchillo que clavaron en la suya.

Soy egoísta, hermana. Sólo pienso en mi deber y en el goce de llevarlo a cabo. Ese cuerpo que se pudre y al que ya no le duelen las espinas del calafate que invade las rocas, ese despojo que desaparece agobiado por la mirada omnipotente de la luna, ese charco de sangre seca, esa bolsa de huesos que alguna vez fue nuestro hermano ya no podrá ver más nada. Ya no sentirá ningún abrazo tibio, ninguna lágrima que lo recuerde.

¿Me preguntás si tiene sentido entonces? Sé que para mí es necesario. Y aunque luego le resulte inútil al alma de nuestro hermano mismo escrutándonos desde lejos, yo sé que tiene que ser de esta manera, hermana. No sé explicarlo con palabras. Es el cuerpo el que me empuja por este abismo hacia ese trozo de carne humana que se seca en las piedras. Son las manos las que me guían a esconderlo de la inquisidora mirada de la luna. No puedo dejarlo a merced del tiempo y la intemperie. No puedo.
Voy.

(Apagón)

Antígona: (De noche, luz de luna. Está sola en el campo árido de la Patagonia. Paisaje pedregoso con arbustos espinosos y achaparrados) ¿Quién es esta luna que espía? ¿Quién la ha llamado a presenciar el acto más sagrado y original que voy a llevar a cabo con mis manos y el cuerpo de mi hermano? ¿Por qué no se oculta y nos sume en la oscuridad que tanto ansío?

Soy yo, recién nacida, en el barro que se junta entre las piedras y mis uñas ajadas que siguen rasguñando hasta la sangre, hasta llenar con tanto amor las heridas de mi hermano muerto. Porque lo que no soporto es ver su carne abierta y que la luna entre en ella más que mis ojos.

Que se oculte entonces. No quiero que nadie más sea partícipe de esta ceremonia. Sólo la negrura puede escondernos en su seno como la madre a la que no conocimos, para refugiarnos en nuestro dolor y que no sea más que nuestro. No queremos compartirlo con nadie.

(Llora en silencio, mientras hace montículos de piedra alrededor de Polinices)

Antígona: (Al cuerpo del hermano) Quiero morir enterrándote, que el cuchillo que te dio muerte me mantenga estacada a esta tierra. Quiero que toda la vida se me vaya cubriéndote la piel con la tierra escasa para que ya nadie pueda verte. Dejar sólo mis ojos adentro como los únicos testigos de tu lenta descomposición.

Después no habrá nada. Sólo yo renaciendo de tus entrañas secas, de tu alma adormecida, de tu venganza trunca hacia aquél de nuestra misma sangre que te atravesó los intestinos con un cuchillo de matar ovejas. No hay arena ni barro que alcance. Sí, ahora me doy cuenta. No hay arena, ni barro, ni sangre de mis dedos que alcancen a cubrirte tanto odio. Son necesarias también las piedras, y los escombros de la casa materna demolida, y las espinas de los cardos y rosas mosqueta. El mundo entero es necesario para ocultarte de la miseria del hombre que no se conforma con que te hayas muerto, sino que también precisa conmiserarse de sí mismo exponiéndote como un Cristo frío en la inmensidad del desierto; para erosionarte más lento en el viento, en la luna, en los chicotazos de las ramas desnudas, en tanta aridez…

No debemos permitírselo. No debemos dejar que se invista con el arrepentimiento y se vanaglorie de su pena. No podríamos escuchar como llena tu muerte injusta con palabras vanas, con palabras repletas de mentiras. Nos achicharraríamos como hojas secas en el fuego y no quedarían de nosotros ni las cenizas; sólo un recuerdo inútil catalogado bajo una sentencia hipócrita: tu nombre, mi nombre y una moraleja amenazante para que nadie más se atreva nunca a desafiar la voluntad de un poderoso encaprichado.

Sin embargo, hermano, soy culpable yo también. Lo confieso. Soy culpable de orgullo y de cobardía. Después de terminar mi tarea, de llenarte de guijarros las cuencas de los ojos, de confundir tus huesos con las piedras y engañar a la luna, estaré feliz. Y entonces, ay, estúpida de mí, me olvidaré de tu muerte, me olvidaré del tirano. El mundo se me tornará justo y hermoso, y acabaré en la hoguera segura de mí misma, con la convicción plena de que no era necesario nada más.

Nuestro creador lo habrá logrado. Me iré creyendo que he desafiado al poder, que muero por la justicia. Creeré convertirme en mártir, en ejemplo para la posteridad. Disfrutaré, soberbia, viendo el llanto de los arrepentidos. Y no haré más que caer en la trampa, en la tenebrosa urdimbre que trazaron de mi vida. Habré seguido paso por paso, sin querer, el camino previsto; igual que mi padre.

Pero, aunque lo sé, es tarde para dudar. Lo pienso mientras mis uñas ya desaparecen bajo la mortaja fría que te fabrico, mientras mis lágrimas ya arden en el labio abierto de la herida de tu vientre, mientras me fundo en tu esqueleto.

Es porque me enamoré de tu muerte, hermano. Me enamoré de nuestra historia, del dolor y la furia de nuestra hermana recordándola. De la rabia del tirano; de su ignorancia.